Mi primera impresión al ver la obra fue, de hecho, de desazón. Tuve que observar por segunda vez e introducirme en ellas -con sigiloso y advertencia- en los recovecos ásperos y cárnicos de superficies que me remiten a lo marino, lo terrestre y lo cósmico, lo concreto y lo abstracto. La apariencia de sus obras se revela en extremo importante. Es en la apariencia engañosa de las mismas donde reside gran parte de su paradójico atractivo y el rango presumible de su embestida conceptual. La arquitectura de sus obras plantea una discusión acerca de los límites de lo pictórico y lo escultórico. No caben dudas de que a Amparo le fascinan el volumen y las digresiones alegóricas que pueden resultar de este y de su puesta en escena. El plano físico y el plano espiritual se gestionan con cierta audacia en beneficio de la cadena de sentidos. En su momento, Mellado aseguró que el proceso “se realiza en dos movimientos, el primero es hacia el interior en busca de la resonancia que ese material me produce; en segundo lugar, hacia el exterior, en un anhelo de belleza y de emoción”.
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